Estoy convencida de que, al menos en Occidente, tenemos lo peor de la herencia genética.
Los buenos genes murieron, solo los genes mediocres sobreviven.
En conventos y monasterios, quienes portaban los buenos genes creyeron en la castidad.
En universidades y laboratorios, quienes portaban buenos genes se dedicaron al conocimiento.
En hogares e iglesias, mujeres con buenos genes fueron (in)justamente ejecutadas como escarmiento.
En las rebeliones esclavas, quienes lideraban murieron, el colonialismo nos quitó su guía y su descendencia.
A las hogueras de la inquisición y los campos de concentración, ahí mandaban a gente con genes que les obligaban a hacer preguntas.
Al manicomio o el callejón de las drogas les mandaban luego, en tiempos más civilizados.
En fin, en mi lado del mundo, hay una cuidadosa maquinaria que detecta, extrae y esteriliza los buenos genes.
Solo nos queda leer las ideas de quienes tuvieron acceso, tiempo y poder para dejarnos sus ideas escritas al alfabetos, colores o pentagramas.
¡Qué hermoso experimento sería viajar en el tiempo a robar muestras genéticas de Francisco de Asis, Cleopatra, Mendel, Hypatia, Galileo, Carlota, Hayden, Santa Teresa! Al diablo la ética: clonarles y dejarles en este mundo a ver qué pasa, qué nuevas revelaciones ofrecen al mundo. O ninguna. Despejar de una vez y por siempre la incógnita de genética versus contexto.
Es un lindo sueño, un sueño de científica loca bienhechora de la humanidad.
La realidad es más terrible y más prosaica: tenemos una herencia genética modelada por la supervivencia de mediocres y cobardes.
Cuando alguien se alza, y nos muestra la dignidad que refieren en esos libros de cuentos que llaman biografías, lo hace a pesar de sus ancestros. Porque para mi está claro que sus ancestros sobrevivieron jugando el juego del poder.
El valor de luchar no se hereda.
Es una mutación genética, una aberración que prueba el carácter aleatorio de la evolución.
El valor de luchar se extirpa y reaparece.
El valor de luchar es persistente, como las cucarachas y el catarro común.
Una nota de realismo: hay buenos genes, hay incontadas descendencias ocultas de gente preguntona del pasado, hay genealogías de valor inconmensurable que nunca fueron registradas en los libros de cuentos que llaman historiografía. Es solo que estoy triste y, amargada, reduzco su presencia en la población actual.
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