La revistaFanfiction Chronicles me invitó a decir lo que pienso de las implicaciones éticas de la escritura. Ahora que ya fue publicado, pongo mi contribución.
De acuerdo con la vigésima segunda edición del Diccionario de la Lengua Española de la RAE, “palabra” viene del latín parabŏla, que significa lanzar. Buen origen, sin duda, pues con las palabras se lanzan ideas al ruedo del escrutinio constante que implica la vida en sociedad. Hablar del ejercicio de la palabra escrita implica, en apretada síntesis, hablar de responsabilidad, precariedad y coherencia política.
Se supone que uno de los elementos que distingue a la especie humana es el uso del lenguaje complejo para coordinar las acciones. A lo largo del siglo XX se descubrió que los primos peludos —chimpancés, orangutanes y gorilas— son capaces de aprender y utilizar creativamente la lengua de las señas —eslabón imprescindible para superar las diferencias anatómicas entre los aparatos vocales de cada especie. Otro golpe al paradigma de la singularidad lingüística fue descubrir sistemas sonoros diversos en grupos de animales de la misma especie y distinto origen geográfico: parece que delfines, ballenas, elefantes, perros y lobos tienen idiomas.
Ante la dolorosa pérdida de elementos que marquen la singularidad de la especie se presenta entonces la escritura, un producto cultural, económico y tecnológico que —hasta donde el conocimiento alcanza— es monopolizado por el Homo sapiens. La palabra escrita es, entonces, prueba implícita de humanidad y su producción sistemática una ocupación de gran responsabilidad y precariedad.
Responsabilidad porque al escribir para el público —guías de turismo, manuales de usuario, poesía, discursos, canciones pop o anuncios para cajas de cigarro— se fija un fragmento de la cultura como elemento singular digno de ser observado —para emular o evitar— y recordado como parte del continuo escrutinio social. ¿Difícil de comprender o creer?
Tómese un ejemplo banal: “No introducir animales vivos en el aparato”. Esta advertencia obligatoria en cualquier manual de explotación de hornos microondas parece destinada a personas descerebradas. ¿Es así? Entender cómo funciona un horno microondas implica un poco de esfuerzo, pero saber cómo funciona no es imprescindible para usarlo. Para usarlo lo importante es dialogar entre los sentidos comunes asentados en la cultura por milenios respecto al uso de un horno y la ruptura tecnológica que implica pasar del fuego a las hondas electromagnéticas. El manual de usuario, en especial su frase “No introducir animales vivos en el aparato”, articula el ejercicio práctico de ese cambio. La simple frase implica que antes —en tiempos de otro paradigma tecnológico— se podía poner animales —y hasta personas— dentro de un horno sin que su bienestar inmediato se pusiera en peligro.
El ejemplo del microondas es pertinente también para establecer que la responsabilidad ante el ejercicio escritural no está restringida a ciertos espacios “elevados”. Existe —por desgracia— una corriente de pensamiento muy extendida que diferencia la buena escritura de la mala por los temas que se abordan: reflexionar sobre la poesía de Virgilio es cultura, exponer los sentidos del maquillaje es banalidad y narrar el placer no heterosexual del cuerpo una indecencia. ¿Por qué? Porque la pertinencia de lo que se escribe es normada por quienes controlan los componentes de la cultura dominante para —como siempre— defender sus sistemas de valores.
Por lo mismo, la segunda gran responsabilidad de quien escribe se refiere a la selección de los temas. Este elemento está más restringido, y se puede imaginar en general como prerrogativa de periodistas con fama y quienes publican ficción o resultados de investigación —en ciencias sociales, biológicas o exactas. Tanto el tema como el enfoque implican un ejercicio de jerarquización que de nuevo señala lo que es digno de verse, ahora con el agregado de que se aportan elementos, para que quien lea valore las implicaciones del fenómeno y actúe en consecuencia.
Las reacciones del universo receptor pueden ser sorprendentes.
Un tercer círculo de responsabilidad se refiere a la ficción en tanto portadora de micro-universos, reflejo siempre del universo “real” que comparten quien crea y quienes leen. Al seleccionar algunos elementos para la ficción propia, se señala y disecciona de a poco una realidad que en la vida cotidiana puede permanecer oculta por sesgos de clase, raza, género, ocupación o preferencias deportivas. La ficción —narrativa o lírica— sirve entonces como vehículo de denuncia y divulgación, más efectiva con algunos sectores de público que el artículo científico. Y su responsabilidad nace de que puede permitirse especular, detenerse en detalles que revelan elementos subjetivos de los personajes involucrados. La ficción incluso puede señalar culpables basada sólo en creencias y peripecias —algo inadmisible para la investigación periodística o científica.
Estos tres tipos de responsabilidad —cada uno de campo más restringido— no agotan las implicaciones éticas de hacer de la palabra escrita un modo de vida —que reportará o no ganancias materiales. De todos modos las tres líneas esbozadas son lo bastante amplias como para englobar mucho de lo que se da al escribir: 1) se hace de cualquier fenómeno un referente cultural singular digno de ser compartido, 2) se exponen sus elementos constituyentes y valorativos para el análisis de su impacto social y, 3) específicamente en la ficción, se revela la especulación personal sobre las pasiones y condicionamientos sociales que anudan y resuelven los conflictos humanos consustanciales a la vida en sociedad.
Tanta responsabilidad pone a quien escribe en permanente precariedad frente a quienes leen. La precariedad autoral es madre de la mítica “angustia de la página en blanco” —se sabe que desde fines del siglo XX el padecimiento puede encarnarse en la pantalla del ordenador, pero la metáfora es comprensible, no desaparecerá aún—, precariedad autoral también engendra a un famoso bastardo —tras ser violada por cualquiera de los hermanos Totalitario—: el auto-censor (pero este no es el ensayo de ninguno de los dos).
Percibir la precariedad nace de la certeza de que, al entregar, el punto de vista particular, la palabra se expone a propios y ajenos para que saquen sus propias conclusiones sobre lo que conmueve lo suficiente como para escribir sobre ello. Como quiera que las razones para escribir y publicar serán siempre mercenarias, en tanto orientadas a la satisfacción personal —jóvenes que citan un hipérbole, un cheque al final del mes o ambas cosas—, en justo ejercicio de equilibrio metafórico y materialista, se ofrendan horas de vida en cada texto: son pedazos del alma. Incluso la persona más desapegada a su ejercicio literario, por ejemplo quien escribe en secreto autobiografías o memorias de vidas ajenas: Esa persona que hizo del anonimato y la escritura camaleónica un modo de vida, pasó en algún momento por la angustia de ver sus tesis tomar autonomía, y acaso por lo mismo eligió no firmar un libro nunca más.
La precariedad es real y consustancial a la escritura pública, así que hay que vivir con ella. En cambio, muchos recursos pueden recomendarse para controlar a su hija la “angustia de la página en blanco”: 1) meditación, trasciende y comprende que eres una hormiga ilustrada, 2) desapego, después de todo es sólo algo para pagar las cuentas, 3) violencia controlada, dar golpes a un saco de boxeo… la lista tiende al infinito. Pero siempre hay algunas opciones más recomendadas que otras, en especial las que aportan un buen impacto mediático al producto: por ejemplo la coherencia.
De vuelta a la vigésima segunda edición del Diccionario de la Lengua Española de la RAE: coherencia viene del latín cohaerentĭa y su segunda acepción es “Actitud lógica y consecuente con una posición anterior. «Lo hago por coherencia con mis principios»”. Luego la coherencia entre el acto de crear un universo de palabras y enfrentar el ejercicio de la crítica pasa por verter con honestidad experiencias y valores en cada página.
No se trata de la estética, del estilo todos podrán hablar y en última instancia se culpa a la editorial. Se trata de la ética: de qué se dice, cómo se dice, para quién se dice, desde dónde se dice. Resistir los ataques de pánico ante la hoja en blanco y de rabia descontrolada ante la crítica será más fácil si el alma no ha sido manchada en el proceso de ganar el pan con las palabras. En el caso específico de la denuncia —ficcional o de reportaje—, la coherencia también permite responder largas sesiones de cuestionamientos tendenciosos y/o idiotas sobre el tema, los personajes, la culpa y la oportunidad política.
Porque con coherencia podremos aunar en una frase muchas de las líneas de responsabilidad antes mencionadas: “Esto es parte de la realidad. Lo he escrito porque creo que merece ser observado con detenimiento, porque toda la sociedad es en parte responsable de esto y tiene que tomar partido”.
Porque entonces la precaria exposición del alma no será gratuita, repentina, sino parte del ejercicio cotidiano de relación social: “Yo pienso así, quienes me conocen o han leído mis otros textos lo saben.”
Escribir, entonces, el uso de la palabra en el campo de lo público, no es algo que se pueda hacer sin valor: valor para asumir responsabilidades con aquello que se publica, valor para resistir vivir en la precariedad de que se emitan juicios de los que todo se ignora, valor para ser coherente con lo que se crea y, en última instancia, valor para ejercer el derecho a cambiar de ideas y seguir adelante.