Quito, 29 de marzo de 2008
Que el mundo es ancho y ajeno, ya yo lo sabía, pero hoy tuve otra prueba.
Resulta que el curso de medioambiental tenía una excursión al Pichinha, para hablar y ver los riesgos de desastres en Quito, y la Irina y yo nos enganchamos. Nos montamos en la guaguita y hasta el teleférico.
Ante la taquilla, un cartel grande advertía que no deben subir personas menores de un año o con problemas respiratorios y/o del corazón. Hay un parque alrededor de la obra, con tiendas, montaña rusa y un parqueo inmenso. La entrada vale 7 usd en viaje rápido y 4 a velocidad baja. Irina me cuenta que, además de lo caro del paseo hasta la cumbre, el parque de diversiones intentó monopolizar el expendio de comida a precios exorbitantes, pero la gente llana lo ha arruinado, defendiendo su derecho a ir con una olla de presión llena de arroz amarillo y sentarse en familia a ver las nubes y la ciudad.
Gloria defiende el derecho al espacio público sin injerencias mercantiles
Mientras Irina, Gloria y yo nos enfrascábamos en la discusión eterna acerca del mercado atacando los espacios públicos y la libertad, nos pusimos en la cola para subir a una de las cabinas. La verdad, a mi eso de subir no se cuántos kilómetros en una caja colgada de un cable de acero me daba un poco de miedo, pero Irina y los demás dijeron que era seguro y… bueno, tampoco es el primer teleférico del mundo, ni es de estreno, pero tampoco muy viejo (dos años) así que me dejé convencer. La mañana estaba nublada, a medida que subíamos se acercaba el montón de nubes, luego pasamos y… las nubes estaban debajo de la cabina! Como estar por encima del cielo, flotando en… en nada.
Alexandra y Fernando no tenían miedo de irse por el aire en una cabina
La estación de arriba tiene carteles por todos lados que advierten el peligro de correr, porque estamos a 4 100 metros sobre el nivel del mar y, aunque la Virgen de Letgarda recibe al visitante, ella no te va a salvar del paro cardiaco por falta de oxígeno. Cruzamos el edificio, con su cafetería y su posta médica, y salimos al sendero de tierra que se remonta, por el costado del Pichincha, una tierra negra y húmeda, muy fría, a pesar de ser la espalda de un volcán activo.
Que la Virgen me proteja de la altura
Fuimos al paso, conversando y masticando panela (raspadura en polvo) y galletas, para no perder las energías en el trabajo de caminar. El aire era frío y limpio, con olor a yerba fresca y cielo, las nubes corrían como ramalazos entre nuestras piernas, arrastradas por el viento. Llegamos al final del sendero, indicado, paradójicamente, por el fin de la baranda (eso no era baranda de seguridad, de tan ecológica tengo que calificarla como baranda a secas) y la persistencia de la niebla, que nos rodeaba, señorial, dando la impresión de que solo existíamos las personas allí reunidas (apenas 20 del grupo) y el pedazo de tierra donde estábamos. Alguien evocó la película «Los otros» y tuve que apoyarle.
Parece que estamos solos en el mundo
Regresamos un poco más aprisa, porque el tiempo se estaba despejando y la temperatura bajaba. En el recodo final las nubes se apartaron unos minutos dejando ver el norte de Quito, encajado entre dos salientes de la montaña. Visión de ensueño que atrapó Irina.
Visión que deseo compartir ahora.
Quito desde los 4 100 metros de altura
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Yasmin me alegra mucho que la estés pasando super por allá, salédame a la Irina. Definitivamente tienes ángel para reportar, me gusto mucho tu crónica. Saludos Yaima
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