Estación de Calgary

No veré de esta ciudad nada más que algunos edificios y su terminal de ómnibus. Calgary es el final de mi descenso casi vertiginoso hacia el sur de Alberta, fin de la primera parte de mi aventura por los paisajes montañosos de Canadá.

La estación es un poco como todas las estaciones de transporte urbano de larga distancia: tiene filas de asientos – insuficientes-, un baño con puertas desgastadas y el extremo del espejo rajado, una cafetería mediocre y dos vagabundos habituales –en este caso un hombre y una mujer de rasgos indígenas. A veces me pregunto si las terminales urbanas siempre fueron así. Acaso esa sea la cualidad que desarrollan los espacios hechos para el tránsito. Pero acaso este aire de desgaste se debe a al desarrollo del transporte aéreo y la proliferación de los autos familiares.

Por ejemplo: A mi lado, un joven de cabello rubio oscuro habla por teléfono. Su voz alta y gestualidad expresiva me permiten saber que la reunión familiar que lo sacó de su casa ha ido bien y que montar Greyhound (la compañía de ómnibus) ha traído de vuelta recuerdos de infancia asociados a su madre.

Entonces, ¿quién viaja largas distancias por ómnibus en estos días acá en el “primer mundo”? Parece ser una opción para eventos apresurados o grupos grandes y de escasos recursos –como esa familia que está a cuatro filas de mi: un hombre, tres mujeres, dos niños de unos diez años y dos bebés muy ruidosos. Si, estoy rezando porque no vayan hacia Vancouver.

Ya abordamos, parece que no llevaremos niños. Tengo por delante diez horas de viaje hacia el oeste: Golden, Revelstoke, Salmon Arm y Kelowna son las ciudades donde nos detendremos. Kelowna, en la rivera del Lago Okanagan, dentro del Valle Okanagan, será el sitio de comida, pues hay un alto de una hora y quince minutos en esa ciudad el extremo sur de Columbia Británica. 

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