Las novelas de aprendizaje son casi imprescindibles en la historia de los narradores. Esos ajustes de cuentas con el pasado surgen siempre, disfrazados de historias que, casualmente, evocan a los personajes, lugares o épocas en que los autores crecieron.
El Francisco era un pueblo de Las Tunas –ahora se llama Amancio– pero en la memoria de un camagüeyano, cuya familia dejó el lugar hace tres generaciones, ese pueblo aún vive. Vivir en el Francisco (Camaguey, 2003), de Milton Sánchez Basulto, no debe ser entendida por ello como una novela autobiográfica, sino como una búsqueda en la memoria familiar que le permite el ejercicio de una fresca –por momentos abigarrada– crónica pueblerina.
Los personajes de Francisco, nucleados alrededor de las familias de Juana Espinosa y Lucrecia y Digna del Monte, giran como a ciegas el torbellino la Cuba republicana. La lejanía que mantiene el pueblo respecto a los sucesos de la capital del país, permite a Milton transformar los hechos en rumores y los cambios se tornan algo superficial, que no modifican la esencia estática de sus habitantes.
Los personajes alcanzan densidad poco a poco, gracias a las certeras descripciones. Así nos llegan datos sobre los móviles y estrategias de seducción o sobrevivencia. Acaso se pueda reprochar al narrador –omnisciente, irónico a menudo– que administre con tanta lentitud los elementos para comprender a estos personajes. Pero ese recurso tiene su lado bueno: usted no sabrá cuál va a ser la reacción de cada uno de ellos en la siguiente página. De este modo las peripecias y transformaciones internas de las criaturas de Francisco están en constante redefinición aparencial.
No digo aparencial por gusto. Puede que estos personajes logren ascender en la escala social y económica del poblado, pero seguirán siendo lo que fueron: personas con caracteres diferentes y similares en dos elementos, invariabilidad interna y persistencia en los objetivos. Los caminos para trepar serán diversos, como diverso es el retablo de corrupción y deterioro que ofrece esta pequeña república mediatizada, tan olvidada de los otros que a veces parece funcionar por sí misma.
No es extraño entonces que el relato termine con el fin de año de 1958. Las hijas y nietas de Juana Espinosa huyen tras gastar el dinero de sus maridos. Dejan tras sí objetos y hombres: elementos imprescindibles para el ascenso de las féminas en esa sociedad. Que tres mujeres hechas para el matrimonio digan “Adiós Francisco” desde la ventanilla de un auto, justo en la madrugada del primero de enero de 1959, le abre la puerta al primer cambio verdadero. Buena suerte a ellas, y a Milton. Nos volveremos a ver, espero que lejos de Francisco.
Tomado de Feria Internacional del Libro de Cuba 2004: 10 de febrero
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