La semana pasada mis recuerdos se agolparon: “al Príncipe Rogelito” dice el sobre que mi abuelo envió con mi madre el viernes. No es nada del otro mundo su obsequio –un calzoncillo y un par de medias–, pero el gesto es significativo en un hombre como él. Ni siquiera estoy segura de que sea su letra… no recuerdo cómo es su letra.
Mi abuelo es de cepa dura: negro, bajito, feo, pobre, analfabeto funcional hasta 1961, huérfano de madre. Mi abuelo, como la palma de Guillén, estaba solo, y ya no supo cambiar esa cualidad cuando cumplió con la faena de ser padre. Enseñó a mi madre a estar sola.
No recuerdo que mi madre y mi abuelo se quisieran. No puedo citar un hecho, una frase, simplemente sabía que era así y –cosas de la infancia– lo consideraba natural. No se si mi madre sabe cuánto se le parece, cuanto nos parecemos las dos a él en la amarga raíz de nuestra fuerza para seguir adelante, de imaginarnos solas.
Mi abuelo es albañil, y cuando yo era pequeña tenía un taller de lozas de granito en los bajos de la casa, que había construido poco a poco con sus propias manos. Recuerdo mirarlo por largo rato en la exigente tarea de mezclar arena, piedra y cemento, preparar moldes, pulir la piedra ya fundida. Yo pensaba que mi abuelo era útil y fuerte, que sus lozas eran bellas, y el suyo un trabajo excelente porque no había que escribir nunca. Las lozas, rodapiés y lavaderos de mi abuelo eran un gran contraste con el trabajo de mi madre: funcionaria del Ministerio de Educación siempre atareada con informes, visitas, y seminarios que no parecían hacerla feliz.
Con mi abuelo aprendí del racismo en el lenguaje, allá por 1986:
–¿Quién es ese negro prieto con él que estabas hablando? –Yasmín, no se dice “negro prieto”, se dice “señor de color”. –Abuelo, ¿y quién es la gente transparente? –¡Hay niña!, ahí si que no puedo contestarte.
La pasión de mi abuelo es el baile, es socio del Círculo Social “La gaviota”, en Casablanca, y del Liceo de Regla. Desde que tengo memoria va a bailar al menos una vez por semana. Casino, ni más ni menos, con las vueltas y las pausas que el Beny, Celia Cruz y la Aragón impusieran hace medio siglo. Mucha gente conoce a mi abuelo de haberlo visto –incluso en los años más oscuros de la década del noventa– bailar con sus elegantes trajes de color hueso o blanco, zapatos claros o de dos tonos, a menudo con sombrero. Una imagen anacrónica y elegante.
No compartía esa pasión con mi abuela.
Al crecer me alejé del abuelo, porque no congeniábamos en política y porque ya no me interesaba hacer lozas de granito.
Ahora, después de negarse a tener mil pequeñas amabilidades con toda la familia, algo ha hecho mella en él. ¿La edad? Se preocupa de los bisnietos: visita a Seriosha, el hijo de Maday, me llama por teléfono cada dos o tres días para saber de Auril e incluso ha cruzado la ciudad dos veces para verle. Mi abuelo sigue actuando con la rudeza de siempre, pero ahora sus actos buscan una amabilidad torpe que nos extraña.
No se si lloraré al perderle.
Me pregunto si él lo consideraría educado.