DIA DEL AMOR: La ciudad virtual

Permíteme que ahora
te diga, sin ofensa,
que le he jurado a un hombre
fidelidad eterna.
“Una mujer fiel”, Tchan Tsi

Cuando te encontré
todo era desconocido.
Y el mundo nació
del amor que hicimos.
“Cuando te encontré”, Pablo Milanés

Ha llovido. Quiero imaginar que Quito se acicala para el amanecer de San Valentín.

Aunque es el segundo lejos de casa, es extraño este catorce de febrero para mí: sin Feria del Libro, sin frentes fríos –aunque con frío–, sin pareja. Para ti también lo es. El 2009 trae otro San Valentín desconfigurado, contaminado de virus, con bases de datos corrompidas y sin parches de seguridad a la mano, no podría haber mejor continuidad a un viernes 13.

Cuando recién llegada a la ciudad sin sombra, las personas preguntaban con impúdica curiosidad qué era lo que más extrañaba, y yo, morbosa de mi dolor, hablaba de las charlas en el baño, de las horas recostada en la puerta de la cocina viéndote hacer, de las caminatas por la ciudad tras alguna salida con tus amigos o los míos, que acabaron siendo los nuestros. Ahora me doy cuenta de que eso me permitió sobrevivir. Al contrario de Pablo, a mi no me protegía el silencio. El silencio, al contrario, pesaba como una losa sobre mi cabeza, sobre mi boca, sobre mi corazón y allí dentro se habría podrido “esas cosas, pequeñas, silenciosas” hasta volverme loca de nostalgia. Para que se quedaran conmigo no podía invocarlas sino a través de las palabras, de la narración.

A pesar de mis declaraciones marxistas, confieso mi creencia en los ignotos tejidos de las Parcas: Era el destino ese otoño de 1999 en la Universidad de La Habana, y el destino en Humbolt y Malecón, antes de la primera protesta por la libertad de Elián, y de nuevo el destino en… Cedí porque pensé que podría obtener algo de ti. Tras nueve años también he dado –no sé si mucho o poco–, y a la luz del plan inicial podría ser un fracaso.

No me importa.

Como dice Manzanero, contigo aprendí muchas cosas. Una enumeración incompleta podría traer a colación la defensa de mis creencias políticas ya sin rubores, el ejercicio de la polémica y el respeto, la reconciliación con mis demonios, mis gustos heterodoxos y mi propio derecho a ser feliz. Todo en estilo muy poco occidental, muy poco racional, en absoluto lógico o articulable a un “Curso Emergente de Superación para Jóvenes Parejas del Socialismo del siglo XXI” –algo que algunas gentes con poder deben estar imaginando, aunque en moldes de pesadilla, para resolver los problemas de la demografía cubana. Simplemente fue comprobar que el amor es complementarse, renunciar a los orgullos y las miserias con que nos enfrentamos a “los otros”, confiar en que nuestras pequeñas debilidades serán aceptadas –no con mayor facilidad, pero si con mayor respeto y comprensión– por alguien a quien también estamos dispuestos a recibir con su carga de imperfecciones.

No mencioné al socialismo del siglo XXI por gusto: benditos sean Martí, Guevara, Gramsci, Yourcenar, Trotsky, Kollontai, Lenin, Engels, Marx y hasta Cristo, que nos convirtieron a su fe en el mejoramiento humano –por distintos medios más o menos materialistas. Benditos Federico García Lorca (tú leías esa tarde El público), Boris Polevoi (yo Un hombre de verdad), Virgilio Piñera (salíamos de ver Los siervos), que tejieron una noche donde el beso era destino inevitable. Bendita la Empresa de Ómnibus Urbanos de La Habana, por la confronta de la ruta 5, que nos permitió hablar de qué pasaría después del beso –aunque ese día yo no dije demasiadas verdades verdaderas. Bendita Cuba, que nos hizo encontrarnos en “esta tierra, en este instante” y no cuando éramos demasiado jóvenes –qué clase de relación tuvimos en La Lenin ¿competimos?– o demasiado mayores para reconocer la oportunidad, tomar el riesgo, saber asumir las consecuencias.

Contamos ante el mundo como una pareja desde hace casi una década. Quienes estuvieron o están cerca saben que entre ambos hay un pacto de sinceridad y confianza que parece extemporáneo, acultural, pre (o post) moderno. En todo caso emancipador para ambos. Hemos construido un mundo de significantes propios, una ciudad virtual donde los códigos son claros, la opacidad es algo que traen las visitas –en especial las de otras generaciones– y hay que limpiar de nuestros espejos al recuperar la intimidad.

Es una ciudad flotante, sin más asideros que nuestras identidades, y por lo mismo sólida. En ella nuestros roles no son los que dicta el mundo –aunque de él tomamos los materiales–, sino los que hemos negociado y definido en igualdad de condiciones: cuando entramos a nuestra ciudad “poco me importa si no es lo correcto. Correcto es que lo adoro y tú lo quieras.” Así actuamos, pero sin perder de vista los cambios del mundo que inevitablemente nos afectan. Superamos casi todas las pruebas típicas: la convivencia en ambientes hostiles o idílicos, trabajar juntos, cambiar y reconocernos nuevamente, estar distantes. Esta es la que más ha dolido.

Llegó un punto en que no me bastaba hablar de ti, leerte a ti, tocarme pensando en ti. Creí enloquecer, y entonces me sostuvo tu confianza en mí, en una fortaleza que yo no creía tener pero que existía en tu fe, tu imagen de mí. Seguí adelante porque aun cuando ya no creía en mi valor creía en tu amor y me sentí incapaz de traicionar tanta confianza.

Hoy faltan cuatro semanas y tres días para mi regreso a casa, pero trece semanas para volver a verte. Por azares de las Parcas nuestros destinos profesionales cruzan sus exigencias en tiempo y geografía. Seguiremos viviendo en la ciudad virtual y traspondremos las estaciones para hacer de la blogosfera una heteronomía climática donde la gauchada y el son se crucen cada hora. No tengo miedo: la ciudad que compartimos no se asienta sobre fallas, sino sobre tierra fértil –literalmente.

Ese capullo que ya florece con nombre de invierno es el siguiente paso para ti y para mí, para que nuestra ciudad virtual se ilumine con un sentido –como las estrellas que inquietaban a Mayakovsky– y te sea cálida por mucho tiempo más esta mujer que espera “desnuda y en lo oscuro”.

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